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viernes, 14 de noviembre de 2014

Ébola: ecos de la epidemia y la crónica de una tragedia anunciada

Tomado de The Lancet. doi:10.1016/S0140-6736(14)62063-8
Traducción Jorge Contreras[2]
Victimas rechazadas por los transeúntes, yacientes en las cunetas de las vías, mientras sus fluidos salen de sus devastados cuerpos; arbitrarias cuarentenas y angustiosos enfrentamientos entre tropas armadas y aterrorizados habitantes de tugurios; heroicos cuentos de valentía y sacrificio médico; sobrevivientes y trabajadores de la salud que retornan, a la sombra permanente del estigma y el miedo. El Ébola, al igual que otras epidemias, nos provee de una tienda familiar, con imágenes y metáforas de parásitos y de zonas calientes, de pacientes desesperados, y de intrépidos detectives de enfermedades.

El espectro dramático de las epidemias, desde su progresiva revelación, hasta la crisis y la recriminación que nos hacemos, parece ajustarse a la clásica tragedia griega de tres actos.
Pero si revisáramos el eco de las epidemias anteriores al Ébola, ¿cuáles fueron? ¿Y qué similitudes de estas epidemias anteriores, pueden alertarnos sobre lo que serán las escenas finales del actual brote de Ébola?

A primera vista, como la gripe aviar, el síndrome respiratorio agudo severo, y como lo fuera el VIH/SIDA, el Ébola puede parecer una peculiar epidemia moderna, resultado de la globalización, de estados débiles y de los cambios sociales y económicos que someten los ecosistemas a una creciente tensión. Sin embargo, el Ébola tiene más en común con las epidemias de fiebre amarilla y de cólera de los siglos 18 y 19. Por ese entonces, como ahora, los informes de los alcances de la depredación, llevada a cabo en buques que triangulaban el comercio entre África, el Caribe y Europa, o por inmigrantes judíos que huían de las amenazas de linchamiento de la Rusia zarista, alimentaban los temores coloniales sobre el "continente negro" y la incivilizada contaminación del Este. En esos tiempos, como ahora, la pérdida de fluidos corporales era profundamente perturbadora para una cultura acostumbrada a ocultar las emisiones humanas detrás de un velo de discurso cortés. Y también, como hoy, los políticos luchaban por balancear sus intereses en el libre comercio enfrentándose con el creciente clamor popular por mayores restricciones para salvaguardar la salud pública y la seguridad nacional.

Las epidemias de fiebre amarilla que llegaron y retornaron a las ciudades estadounidenses entre 1793 y 1905 fueron particularmente aterradoras, ya que nadie podía estar seguro del origen de la enfermedad y no existía ninguna vacuna ni cura. Los desesperados ciudadanos de Filadelfia, Nueva Orleans, y Memphis establecieron cuarentenas, para aislar a los buques sospechosos de trasmitir la temida “fiebre amarilla" entre puertos y a sus ciudades. Sin embargo el comercio era el alma de la joven república estadounidense y por cada creyente en la teoría de contagio había un opositor a la idea del contagio, convencido de que el problema no era con los buques comerciales del Atlántico, sino las condiciones ambientales locales y las emanaciones que se formaban en la inmundicia portuaria de las comunidades.

La epidemia cuando llegaba, lo hacía inevitablemente en los meses de verano, cuando el clima era ideal para los mosquitos domésticos Aedes y estos insectos transmitían el virus desde los buques a tierra, el resultado era siempre el pánico y la huida del país. En la epidemia de 1878, solo en Memphis 47,000 ciudadanos huyeron de la ciudad. De los dos tercios que se quedaron, un tercio, contrajo la fiebre, unas 5000 personas, murieron. En la segunda semana de septiembre, el Dr. William T Ramsey, un corresponsal de The Washington Post, informó que el hedor de la muerte en Memphis se podía percibir a 5 kilómetros de distancia. "No hay palabras para describir la inmundicia que he visto, los pavimentos de madera podridos, los animales muertos, cuerpos humanos putrefactos, y los muertos enterrados a medias,  combinándose con el ambiente, para hacer la atmósfera algo más terrible", escribió. La fiebre amarilla, de hecho, es aterrador contemplarla: el virus ataca todos los órganos del cuerpo, causando fiebre alta, delirio, y la eliminación hemorrágica sangrienta de fluidos por los orificios corporales. En la fase final de la agonía los pacientes de la enfermedad con frecuencia arrojaban un vómito hemorrágico negro. El  virus avanzaba en el hígado de las víctimas y estas se ponían amarillas.

Al igual que el cólera y el ébola, la fiebre amarilla también rasgaba el tejido social, revelando profundas divisiones en la sociedad. Así, en Nueva Orleans, la fiebre amarilla era conocida como la "enfermedad del extraño" y se culpaba a los pobres inmigrantes irlandeses e italianos, a pesar de que muchas personas ricas de los estados del norte que se habían trasladado recientemente a la ciudad también contrajeron la enfermedad y murieron, a diferencia de la las poblaciones indígenas blancas y de ciudadanos de raza negra, los recién llegados no tenían inmunidad contra el virus.

Fisuras similares en el tejido social caracterizan los brotes de cólera en el siglo 19. En el Reino Unido, la perspectiva era el "cólera asiático" que llenaba a la gente de miedo, y no las formas de disentería y cólera doméstico que eran una ocurrencia regular de temporada en barrios obreros que ejecutan los servicios de alcantarillado. Así como en Sierra Leona y Liberia, hoy en día, las medidas de higiene del siglo 19 dirigidas a limitar la propagación de la enfermedad a menudo enfrentaban feroz resistencia. Durante la epidemia de cólera de 1832 en Exeter, por ejemplo, las regulaciones que requerían la disposición de los muertos en fosas municipales provocaron disturbios generalizados. Disturbios similares se observaron en Liverpool donde los médicos eran sospechosos de acelerar la muerte de las víctimas del cólera y la venta de sus cadáveres a los anatomistas. Desconfianza popular de la profesión médica también fue alta en Prusia, donde los médicos eran sospechosos de envenenar los pozos como parte de un complot de los ricos para reducir la carga estatal de los pobres. Incluso en fecha tan tardía como la epidemia de cólera de 1892, en Alemania, el intento de hacer cumplir las medidas de higiene en Hamburgo llevó a una multitud enojada a matar a golpes a un oficial sanitario.

Los estadounidenses que vigilaron estos eventos desde el otro lado del Atlántico no eran más racionales o tolerantes. Así, cuando llegó a Nueva York en agosto de 1892, la noticia de que un buque de vapor lleno de judíos rusos que huían de cólera en Hamburgo y que se dirigían a Manhattan,  el historiador médico Howard Markel informa que The New York Times llamó a la autoridad sanitaria del puerto para que les prohíba la entrada, describiéndolos como "chusma humana", cuyo "modo de vida... los hace siempre una fuente de peligros". El resultado fue que en la década de 1890, los poderes federales de cuarentena que habían sido otorgados al Servicio de Hospitales de Marina en 1878 para contrarrestar la epidemia de fiebre amarilla en los estados sureños de Estados Unidos,  fueron utilizados abusivamente por los Estados y las autoridades portuarias locales para negar la entrada a inmigrantes en el norte. De hecho, tal era la histeria sobre los peligros presentados por los inmigrantes judíos rusos a Nueva York, que en septiembre de 1892, el presidente Benjamin Harrison firmó una orden ejecutiva que ordenaba la cuarentena de 20 días para los ocupantes de las naves con "cólera". Esa orden detuvo la inmigración a los EE.UU. durante 5 meses. Sin embargo, se aplicó sólo a los pasajeros de tercera clase, los pasajeros en cabinas, cuyos precios eran más altos estaban exentos.

Tampoco las medidas de cuarentena fueron confinadas solo a bahía de Nueva York. En Manhattan, Markel informa, que el Comisionado de Salud de la ciudad, Cyrus Edson, ordenó una redada en las viviendas judías en el sector pobre del Este, instruyendo a los funcionarios a "cazar a todas las personas con trastornos intestinales". En escenas que hoy recuerdan la contención forzada de los pacientes enfermos de Ébola vistiendo ropa protectora y máscaras en Freetown, los casos sospechosos fueron llevados en ambulancias de caballos conducidos por funcionarios vestidos con trajes de goma, mientras que aquellos con cólera detectada a toda regla fueron colocados en grandes bolsas de lona con cordones atados alrededor del cuello. Para muchos inmigrantes judíos las medidas recordaron el horror de las redadas de tifus que habían seguido a la llegada a Nueva York, seis meses antes, de muchos de sus hermanos que llegaron en un barco de Constantinopla. A continuación, los ocupantes de viviendas que habían dado la bienvenida a pasajeros infectados con tifus fueron retirados junto con los enfermos a un lazareto en el rio Este, donde se convirtieron en presa fácil para piojos que se criaban en la ropa de sus correligionarios. Peor aún,  a muchos se les negó el entierro de acuerdo con la ley judía. No es de extrañar entonces que cuando el cólera llegó, algunas familias judías se mudaron para evitar a médicos y funcionarios de salud.
El cólera y la fiebre amarilla probaron los valores de tolerancia y  buenas costumbres, sin embargo, hubo también muestra notables de compasión y heroísmo. Conmovidos por la situación de Memphis, la gente de los estados del norte remitió por cable dinero a la ciudad, mientras que las compañías de tren enviaron suministros de alimentos. Y hoy día, al igual que los médicos dispuestos a arriesgar sus vidas en el África occidental, en 1878 el Cuerpo Médico del Dr. Mitchell Howard envió 111 médicos y enfermeras para ayudar en los ciudadanos de Memphis, de los cuales todos menos uno contrajeron la fiebre amarilla y de ellos 33 murieron.

Las respuestas más contundentes provienen de aquellos que eran demasiado pobres para huir de la epidemia o que no tenía más remedio que quedarse. A pesar de la historia de la esclavitud y las experiencias de Guerra Civil de los estados del sur,  la historiadora Jeanette Keith relata cómo sepultureros afroamericanos trabajaron en la noche para enterrar a prominentes víctimas blancas, a pesar de ser informados por sus jefes blancos que no iban a ser pagados horas extras. Trabajadoras sexuales también murieron en el lugar sin abandonar el cuidado de sus enfermos. "La epidemia volteo todas las categorías comunes de confianza y honor al revés", Keith escribe, "y redujo el bien y el mal a la pregunta más básica: ¿Dejas a tu gente a morir, o la ayudas"
Y como lo es hoy. A la fecha, muchos trabajadores de salud han muerto luchando contra el Ébola en el oeste de África. En Nigeria un brote de Ébola se evitó por la valentía de una doctora en Lagos, Stella Ameyo Adadevoh y sus colegas, cuando se negaron a acceder a las demandas de un enfermo de Liberia infectado con el virus cuando pedía ser dado de alta de su clínica. La postura de Adadevoh le costó la vida cuando en agosto último ella también contrajo el virus y murió.

Con los informes en que las infecciones de Ébola en Sierra Leona siguen aumentando a un ritmo alarmante, se necesitarán muchos más actos de sacrificio, junto a las medidas de control y tratamiento de la epidemia, antes de que el brote está finalmente bajo control. Mientras tanto, en los EE.UU., en escenas que recuerdan las tensiones por el cólera del siglo 19, muchos estados siguen insistiendo en restricciones más allá de las directrices establecidas por los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades para los trabajadores de salud que retornan. En otras palabras, estamos todavía en la fase de crisis y recriminación. Queda por ver si habrá un cuarto acto y si este será catártico.





[1] Marcos Honigsbaum es un Investigador de Wellcome Trust en la Universidad Queen Mary de Londres. Actualmente está trabajando en una historia de las ideas sobre la ecología de las enfermedades.
[2] Jorge A. Contreras Ríos, DNI 09582230, ICAC Nº 897, administrador, licenciado en ciencias militares, abogado, magíster en ciencias militares, magíster en derecho penal, estudios de doctorado en derecho penal.

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