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sábado, 25 de agosto de 2012

Malentendidos, conflictos y diálogos en la Corte Internacional de Justicia


La Corte Internacional de Justicia (CIJ), con sede en La Haya, es el ambiente de mejor calidad concebible para un diálogo útil y práctico, una vez agotadas las posibilidades del diálogo directo en el campo o el mar abiertos, poblados con distracciones que desorientan, y nos llevan -por dentro y por fuera- lejos del curso natural hacia el futuro que ambos merecemos.

Hay pocas cosas que puedan ser tan naturales como vivir entre malentendidos y conflictos. El mero hecho de vivir hace inevitable respirar de esta manera normal, saludable, y feliz, para todas las especies incluyendo a la nuestra. Pero es común que se confunda esta forma de vivir con formas especificas y violentas de resolver las diferencias con crueldad sin paralelo en cualquier otra especie.

Y eso es lo malo de un malentendido o un conflicto. Si alguien concibe su propia vida sin conflictos, significa que probablemente lleva una vida artificial; que vive ausente de sí mismo, de su comunidad y su entorno, respirando el aire viciado de una cultura autoritaria. Porque quien vive sin conflictos y malentendidos, vive sufriendo  frustraciones por miedo, por la débil intensidad de sus sentimientos escépticos, y por el egoísmo indiferente de aspiraciones propias que están desconectadas del resto de su comunidad.

Las causas de todos los conflictos son siempre reducidas porque –aunque parezca mentira-  se reducen en su esencia a sólo comida, soledad, frío, un paraje de refugio para proteger sus crías y a su especie. Para ello, reclaman con trinos, llamadas, gritos, huellas de excremento o señales de orina, territorios exclusivos o preferenciales como zonas de recolección, caza o refugio, que se modifican y cambian de acuerdo con desplazamientos, erosiones y climas, de forma parecida a
como los ríos cambian de rumbo o los bordes de su curso. Sin embargo las maneras de resolver conflictos son también casi infinitas en las diferentes especies.
Desde un ave ordenar con su pico el plumaje de otra, o despiojar un chimpancé
a otro con tranquilidad, como dos formas de apaciguar y aplacar la alteración de un enfrentamiento cotidiano por comida, pareja, o un rincón del planeta.

La especie humana –paradójicamente la más cruel, feroz y destructiva de su propia especie- es la única que cuenta con una herramienta privilegiada para solucionar sus conflictos: el lenguaje. En la vida comunitaria, la mayor utilidad del lenguaje para resolver los problemas, consiste en diálogos para comunicarnos diciéndonos todo hasta desatar los nudos del conflicto.

El arte, el amor, las religiones y la política son algunas de las muchas formas de dialogar. Y lo que llamamos tratados internacionales, leyes o justicia, no son sino otras formas más de diálogos. Una demanda ante un tribunal es una invitación a dialogar en otro ambiente, y los procesos judiciales tampoco son otra cosa que diálogos serios en audiencias, que son sesiones de trabajo y confundimos, sin razón, con escenas de un drama o comedia para divertir a espectadores cívicos.

Pero, así como no hay nada tan natural como vivir entre malentendidos y en conflicto permanente, también es natural y espontáneo dialogar sin fin hasta iluminar o disolver por completo cada uno de ellos. Por eso, igual a como para nuestros diálogos de amor, o de negocios, buscamos lugares apartados y tranquilos que ayuden nuestros propósitos  honorables y hagan más fácil la adopción de decisiones equilibradas, con serenidad,  lejos de ruidos o de luces que interfieran nuestras percepciones sensoriales e impidan la concentración que exige este empeño; ocurre lo mismo con los diálogos para resolver conflictos de cualquier clase que sean, entre ellos también los internacionales. Cuanto mayor es el número de personas involucradas en un conflicto, y en proporción a la mayor intensidad de sus emociones o pasiones explicables que espontáneamente entran en juego, mayor es la necesidad de un  ambiente adecuado, sereno, y emocionalmente distante para resolverlo de la mejor manera, incluso recurriendo  a una tercera persona  o grupo en busca de apoyo.

Es por eso que recurrir a un juez o autoridad eficiente, en comunidades libres y democráticas, no es un acto hostil o inamistoso, sino la vía más  recomendable para un diálogo con calidad, que resuelve todos los problemas con método irresistible. Todavía, poblaciones de África, Asia, Europa Balcánica y América, buscan espontáneamente a lideres naturales anónimos que realicen esta función de componedores de arreglos, que ya aparecieron por primera vez en nuestra cultura, desde el consejo de ancianos en el libro de Rut, de la Biblia.

En el caso de la Corte Internacional de Justicia, que es parte de la Organización de las Naciones Unidas y la más alta instancia mundial para la solución de controversias entre Estados, representa el ambiente óptimo para la depuración de emociones, tanto genuinas y legítimas como artificiales e interesadamente promovidas, que nos evitan distracciones innecesarias, manipulaciones inevitables, y permite concentrarnos en el genoma de la invisible geometría de todos los conflictos del universo.

La justicia es, al fondo mismo del misterio, sólo la organización del instinto de sobrevivir en las especies. La agricultura y los asentamientos humanos sedentarios los convirtieron en intereses para el intercambio y distribución, que recién al cabo de milenios, lograron expresarse en opinión pública informada y debatida en comunidades igualitarias y libres. Porque, en todo el mundo autoritario en desarrollo –aunque nos cueste mucho admitirlo- somos aún comunidades post- traumáticas. Tanto en Chile como en el Perú hemos sufrido terribles traumas dolorosos, que no logramos todavía borrar del todo en el corazón; y, en mayor o menor grado, ambos sufrimos aún otro trauma, que aunque no vemos porque ya es parte de nuestra cultura –que es autoritaria- aún en el clima de indiscutible democracia abierta y discrepante en que ambos vivimos ahora, sigue siendo invisible como todas las culturas lo son, porque no sabemos, no podemos, o no siempre queremos ver y aceptar lo que somos.  

Estos rezagos post traumáticos compartidos, y la perspectiva de proyecciones con propósitos comunes en un desarrollo mucho más amplio que cualquier frontera, para la inevitable inserción global, múltiple, diversa, desigual y competitiva, en que estamos comprometidos, y ya vivimos; hacen de la Corte Internacional de Justicia de La Haya el ambiente de mejor calidad concebible para un diálogo útil y práctico, una vez agotadas las posibilidades del diálogo directo en el campo o el mar abiertos, poblados con distracciones que desorientan, y nos llevan –por dentro y por fuera- lejos del curso natural hacia el futuro que ambos merecemos, aclarando malentendidos y disolviendo conflictos en la profunda respiración y el pulso apasionado de los diálogos. Son del material del que se hace la paz y justicia del mundo en el siglo XXI que estamos construyendo hoy.

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