La Corte Internacional de Justicia (CIJ), con sede en La
Haya, es el ambiente de mejor calidad concebible para un diálogo útil y
práctico, una vez agotadas las posibilidades del diálogo directo en el campo o
el mar abiertos, poblados con distracciones que desorientan, y nos llevan -por
dentro y por fuera- lejos del curso natural hacia el futuro que ambos
merecemos.
Hay pocas cosas que puedan ser tan naturales como vivir entre
malentendidos y conflictos. El mero hecho de vivir hace inevitable respirar de
esta manera normal, saludable, y feliz, para todas las especies incluyendo a la
nuestra. Pero es común que se confunda esta forma de vivir con formas
especificas y violentas de resolver las diferencias con crueldad sin paralelo en
cualquier otra especie.
Y eso es lo malo de un malentendido o un conflicto. Si
alguien concibe su propia vida sin conflictos, significa que probablemente
lleva una vida artificial; que vive ausente de sí mismo, de su comunidad y su
entorno, respirando el aire viciado de una cultura autoritaria. Porque quien
vive sin conflictos y malentendidos, vive sufriendo frustraciones por miedo, por la débil intensidad de sus
sentimientos escépticos, y por el egoísmo indiferente de aspiraciones propias
que están desconectadas del resto de su comunidad.
Las causas de todos los conflictos son siempre reducidas
porque –aunque parezca mentira- se
reducen en su esencia a sólo comida, soledad, frío, un paraje de refugio para
proteger sus crías y a su especie. Para ello, reclaman con trinos, llamadas,
gritos, huellas de excremento o señales de orina, territorios exclusivos o
preferenciales como zonas de recolección, caza o refugio, que se modifican y
cambian de acuerdo con desplazamientos, erosiones y climas, de forma parecida a
como los ríos cambian de rumbo o los bordes de su curso. Sin
embargo las maneras de resolver conflictos son también casi infinitas en las
diferentes especies.
Desde un ave ordenar con su pico el plumaje de otra, o
despiojar un chimpancé
a otro con tranquilidad, como dos formas de apaciguar y
aplacar la alteración de un enfrentamiento cotidiano por comida, pareja, o un
rincón del planeta.
La especie humana –paradójicamente la más cruel, feroz y
destructiva de su propia especie- es la única que cuenta con una herramienta
privilegiada para solucionar sus conflictos: el lenguaje. En la vida
comunitaria, la mayor utilidad del lenguaje para resolver los problemas,
consiste en diálogos para comunicarnos diciéndonos todo hasta desatar los nudos
del conflicto.
El arte, el amor, las religiones y la política son algunas
de las muchas formas de dialogar. Y lo que llamamos tratados internacionales, leyes
o justicia, no son sino otras formas más de diálogos. Una demanda ante un
tribunal es una invitación a dialogar en otro ambiente, y los procesos
judiciales tampoco son otra cosa que diálogos serios en audiencias, que son sesiones
de trabajo y confundimos, sin razón, con escenas de un drama o comedia para
divertir a espectadores cívicos.
Pero, así como no hay nada tan natural como vivir entre
malentendidos y en conflicto permanente, también es natural y espontáneo
dialogar sin fin hasta iluminar o disolver por completo cada uno de ellos. Por
eso, igual a como para nuestros diálogos de amor, o de negocios, buscamos
lugares apartados y tranquilos que ayuden nuestros propósitos honorables y hagan más fácil la
adopción de decisiones equilibradas, con serenidad, lejos de ruidos o de luces que interfieran nuestras
percepciones sensoriales e impidan la concentración que exige este empeño;
ocurre lo mismo con los diálogos para resolver conflictos de cualquier clase
que sean, entre ellos también los internacionales. Cuanto mayor es el número de
personas involucradas en un conflicto, y en proporción a la mayor intensidad de
sus emociones o pasiones explicables que espontáneamente entran en juego, mayor
es la necesidad de un ambiente
adecuado, sereno, y emocionalmente distante para resolverlo de la mejor manera,
incluso recurriendo a una tercera
persona o grupo en busca de apoyo.
Es por eso que recurrir a un juez o autoridad eficiente, en
comunidades libres y democráticas, no es un acto hostil o inamistoso, sino la
vía más recomendable para un
diálogo con calidad, que resuelve todos los problemas con método irresistible.
Todavía, poblaciones de África, Asia, Europa Balcánica y América, buscan
espontáneamente a lideres naturales anónimos que realicen esta función de
componedores de arreglos, que ya aparecieron por primera vez en nuestra
cultura, desde el consejo de ancianos en el libro de Rut, de la Biblia.
En el caso de la Corte Internacional de Justicia, que es
parte de la Organización de las Naciones Unidas y la más alta instancia mundial
para la solución de controversias entre Estados, representa el ambiente óptimo
para la depuración de emociones, tanto genuinas y legítimas como artificiales e
interesadamente promovidas, que nos evitan distracciones innecesarias, manipulaciones
inevitables, y permite concentrarnos en el genoma de la invisible geometría de
todos los conflictos del universo.
La justicia es, al fondo mismo del misterio, sólo la
organización del instinto de sobrevivir en las especies. La agricultura y los
asentamientos humanos sedentarios los convirtieron en intereses para el
intercambio y distribución, que recién al cabo de milenios, lograron expresarse
en opinión pública informada y debatida en comunidades igualitarias y libres.
Porque, en todo el mundo autoritario en desarrollo –aunque nos cueste mucho
admitirlo- somos aún comunidades post- traumáticas. Tanto en Chile como en el
Perú hemos sufrido terribles traumas dolorosos, que no logramos todavía borrar
del todo en el corazón; y, en mayor o menor grado, ambos sufrimos aún otro
trauma, que aunque no vemos porque ya es parte de nuestra cultura –que es
autoritaria- aún en el clima de indiscutible democracia abierta y discrepante
en que ambos vivimos ahora, sigue siendo invisible como todas las culturas lo
son, porque no sabemos, no podemos, o no siempre queremos ver y aceptar lo que
somos.
Estos rezagos post traumáticos compartidos, y la perspectiva
de proyecciones con propósitos comunes en un desarrollo mucho más amplio que
cualquier frontera, para la inevitable inserción global, múltiple, diversa, desigual
y competitiva, en que estamos comprometidos, y ya vivimos; hacen de la Corte
Internacional de Justicia de La Haya el ambiente de mejor calidad concebible
para un diálogo útil y práctico, una vez agotadas las posibilidades del diálogo
directo en el campo o el mar abiertos, poblados con distracciones que
desorientan, y nos llevan –por dentro y por fuera- lejos del curso natural
hacia el futuro que ambos merecemos, aclarando malentendidos y disolviendo
conflictos en la profunda respiración y el pulso apasionado de los diálogos.
Son del material del que se hace la paz y justicia del mundo en el siglo XXI
que estamos construyendo hoy.
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