El juez italiano Gianrico Carofiglio publicó a fines del año
pasado su libro intitulado El arte de la duda (Editorial Marcial Pons. España.
2010) y el maestro Manuel Atienza Rodríguez (Oviedo, España, n. 1951), profesor
de la Universidad Alicante, escribió un extraordinario prólogo para esta
edición en español –con traducción de Luisa Juanatey–. Tanto el prólogo como el
texto del libro resultan ser un gran aporte para la comunidad jurídica
internacional, en general, y ambos un material muy valioso para los juristas,
jueces y abogados peruanos, en particular, habida cuenta la progresiva
implementación del nuevo Código Procesal Penal (CPP-2004). Dado el especial
interés de nuestra comunidad jurídica por tenerlo a su alcance, la jueza
superior titular de la Sala civil de la Corte Superior de Justicia de Lima,
Emilia Bustamante Oyague, coordinó con el profesor Atienza la publicación de
dicho prólogo. Jurídica se honra en hacerlo, lamentando que sean solo
fragmentos del mismo, dado las limitaciones de espacio del suplemento.
Hace cosa de medio año viajé a Nápoles para participar en
una reunión académica sobre argumentación jurídica. La tarde anterior entré en
una pequeña librería, cerca de la Facultad de Derecho, a la búsqueda de alguna
buena novela italiana reciente; necesitaba compañía para la noche y, de
preferencia, una que me sirviera también para refrescar mi italiano. El
encargado de la librería atendió a mi petición con presteza: pronunció el
nombre de “Carofiglio” y me indicó los estantes adonde debía dirigirme. No dije
nada (me hubiese sido difícil explicarme con mi italiano hecho fundamentalmente
de lecturas iusfilosóficas), pero sonreí para mis adentros.Unas semanas antes, en
Alicante, Luisa Juanatey me había hablado sobre la posibilidad de traducir un
libro, que a ella le había interesado mucho, de un juez italiano, Gianrico
Carofiglio, que se había hecho muy famoso en su país como autor de varias
novelas de éxito. El libro que se ofrecía para traducir (y con respecto al cual
yo había hecho algunas gestiones editoriales que habían ido por buen camino) no
era, sin embargo, exactamente una novela, sino una obra que trataba sobre el
interrogatorio en los procesos penales y cuyo título no podía ser más
sugerente: El arte de la duda.
Las Novelas Jurídicas
de Carofiglio
La visita a la librería me llevó a conocer, más o menos en
profundidad, al abogado Guido Guerrieri, el protagonista de muchas de las
novelas de Carofiglio. Me pareció un personaje entrañable y, en cierto modo,
familiar. Su idiosincrasia encajaba bien con ciertos rasgos que yo identifico
con la cultura italiana; en mi formación, la lectura de los textos de Bobbio y
de muchísimos otros iusfilósofos italianos de su escuela, con los que he tenido
un trato frecuente en los últimos años, ha jugado un papel esencial.
De manera que nada de extraño tenía encontrarme con un
abogado de Bari que exhibía grandes dosis de ironía y de escepticismo. Dotado
de una brillantez y una agudeza sin asomo alguno de pedantería, a las que
acompañaba cierto pesimismo melancólico que, sin embargo, nada tenía que ver
con la inactividad. Una actitud de comprensión, más o menos resignada, hacia
las debilidades humanas. Y, sobre todo, un profundo sentido de la decencia
basado en la noción de límite, en la idea de que se tiene derecho a –incluso la
obligación de– gozar de lo que la vida ofrece, pero no a cualquier precio; o,
para decirlo en términos clásicos, sin sentirse por encima de los demás,
procurando no dañar a otro.
El abogado Guerrieri, en definitiva, no encarnaba valores de
tipo heroico, sino más bien de carácter civil. Sus virtudes eran,
efectivamente, las propias de un jurista (de un jurista virtuoso) y, por ello,
lo que guiaba su comportamiento era –podría decirse– una cierta idea de
razonabilidad o de prudencia (en el sentido de la frónesis aristotélica).
El Arte de la Duda
Carofiglio escribió la primera edición de El arte de la duda
en 1997, pero con otro título (y también con otro nombre: Giovanni, en lugar de
Gianrico), como correspondía a la aparición del texto en la colección de Teoría
y práctica del derecho, de la editorial Giuffrè: El contrainterrogatorio. De
las prácticas operativas al modelo teórico. Se proponía en él reproducir y
analizar ejemplos tomados de procesos penales reales para extraer de ellos
algunas enseñanzas sobre lo que significa interrogar con eficacia.
Algo de particular importancia para la práctica del derecho
penal en un país que, como Italia, había introducido en 1989 un nuevo código de
procedimiento penal basado en el modelo acusatorio, cuyo centro es precisamente
el interrogatorio cruzado de los testigos. Su “transformación” de texto
jurídico en texto literario –como explica ahora Carofiglio en el Prefacio– no se
debió a otra cosa que al hecho de que muchos lectores lo habían leído entonces
(en la versión de 1997; L’arte del dubbio se publicó en italiano por primera
vez en 2007) como una colección de relatos; o sea, se debió a que desde el
primer momento era ya, al menos en parte, literatura, buena literatura. Por lo
demás, si el lector de este prólogo abriga alguna duda sobre las posibilidades
literarias del derecho (de ciertos aspectos del fenómeno jurídico), puede
solventarla de inmediato dedicando un par de minutos a leer el relato brevísimo
con que comienza el Prefacio a este libro; y esto lo digo conociendo muy bien
el riesgo que corro de que, tras esa fascinante experiencia, decida seguir
adelante con su lectura, sin volver su vista atrás.
Supondré, sin embargo, para poder seguir con mi prólogo, que
ese riesgo no se ha materializado. Pues bien, la idea de fondo que, en mi
opinión, une la obra jurídica y literaria de Carofiglio, y que contribuye
también a que El arte de la duda sea un ejemplo destacadísimo de ambas cosas,
es precisamente la noción de razonabilidad a la que antes hacía referencia. Si
el protagonista de sus novelas es un “héroe razonable”, lo que preside su
doctrina acerca del interrogatorio es también la categoría –argumentativa y
filosófica– de lo razonable.
Carofiglio, en efecto, contrapone –siguiendo a Perelman y a
Bobbio– la argumentación a la demostración, la retórica a la lógica en sentido
estricto (la lógica deductiva), lo razonable a lo estrictamente racional, y
aproxima la técnica del interrogatorio hacia el primero de los miembros de esas
dicotomías: “en rigor, las verdades que produce el proceso –escribe hacia el
final de su libro– son verdades históricas y no científicas ni formales”; como consecuencia, lo que se manifiesta,
en su opinión, “en el acto de preguntar dudando, que sintetiza la esencia y la
razón del contrainterrogatorio, es la libertad respecto a las ataduras de verdades
convencionales y, sobre todo, respecto al peligro de adoptar resoluciones
preconcebidas”; el contrainterrogatorio sería “el momento fundamental –y
diríase que metáfora– de una indagación laica y tolerante de la verdad, que se
practica aplicando los métodos de la argumentación y la persuasión”.
El libro, en fin, se cierra con una cita de Bobbio que
reformula la noción de razonabilidad que, en la obra de Perelman, ocupa un
lugar central: “La teoría de la argumentación rechaza las antítesis demasiado
netas; muestra que entre la verdad absoluta de los dogmáticos y la no-verdad de
los escépticos hay lugar para verdades susceptibles de ser sometidas a
permanente revisión gracias a la técnica consistente en aportar razones a favor
y en contra. Sabe que no bien los hombres dejan de creer en las buenas razones,
comienza la violencia”.
Técnica del
Interrogatorio
No estoy, por supuesto, en desacuerdo con nada de lo
anterior. Pero me parece que puede ser interesante remarcar que las bases
teóricas de la técnica del interrogatorio que Carofiglio expone y analiza en
este libro con tanta maestría no son únicamente de carácter retórico, sino
también de naturaleza dialéctica y lógica.
Me explicaré.
La noción fundamental de la retórica (al menos desde
Aristóteles) es, como se sabe, la de persuasión y, sin duda, en el
interrogatorio de testigos en el juicio oral juega un papel determinante (por
parte de quien interroga) el propósito de persuadir a un auditorio: a los jueces
o a los jurados. Por eso, resultan aquí pertinentes todas las técnicas
argumentativas propias de la retórica: tanto las basadas en las pruebas
racionales (lógicas), como las que apelan al carácter del orador y a las
pasiones del auditorio. Y por eso también, adquiere una considerable
importancia todo lo que tiene que ver con los gestos, los movimientos
corporales o la modulación de la voz, esto es, lo que en la tradición retórica
formaba parte de la actio (la última de las operaciones retóricas; antes estaban
la inventio, la dispositio, la elocutio y la memoria). Pero el interrogatorio
de testigos en el juicio oral constituye también (yo diría incluso que sobre
todo) un ejemplo de argumentación dialéctica.
Es cierto que la perspectiva retórica y la dialéctica no
siempre pueden (deben) separarse de manera nítida. Ambas tienen en común, como
escribió Aristóteles al comienzo de su Retórica, su carácter general, esto es,
el no pertenecer a ninguna ciencia determinada, puesto que se refieren a
prácticas de las que todos participan; al igual que es común también a ambas la
noción de razonabilidad (frente a la racionalidad estricta de la lógica). Pero
en el caso de la retórica se trata de la construcción de un discurso
persuasivo, mientras que la dialéctica tiene que ver con el arte –la técnica-
de la discusión.
Los elementos fundamentales de la retórica son, por ello, el
orador, el discurso construido por este y el auditorio (al que se trata de
persuadir); mientras que en la dialéctica (en cuanto técnica de la discusión;
digamos, en su sentido más tradicional) lo que hay es un proponente que avanza
una tesis, un oponente que trata de destruirla, y ciertas reglas de juego
limpio cuyo cumplimiento puede encomendarse a un tercero, a un árbitro.
Aristóteles se ocupó de cada una de esas técnicas (elevó a teoría lo que antes
era un conocimiento meramente empírico) en obras distintas; y esas obras eran
también independientes (relativamente independientes) de sus tratados de
lógica. En fin, para poner de manifiesto tanto las semejanzas como las
diferencias entre esos dos géneros argumentativos, Zenón de Citio (según nos
refiere Quintiliano) comparaba la retórica con la mano abierta, y la dialéctica
con el puño cerrado.
Con lo anterior no quiero decir, naturalmente, que Carofiglio
haya descuidado en su libro los elementos dialécticos del interrogatorio.
Precisamente porque no lo ha hecho, creo que es bueno insistir en esa dimensión
dialéctica del interrogatorio de testigos que en El arte de la duda se plasma
en una serie de reglas a las que, me parece, conviene más (en términos
generales) el calificativo de “dialécticas” que el de “retóricas” (sus
antecedentes históricos –aristotélicos– estarían en la Tópica y las
Refutaciones sofisticas más bien que en la Retórica).
Son, podríamos decir, el equivalente a las que se pueden
encontrar en el famoso librito de Shopenhauer titulado Dialéctica erística. El
arte de tener siempre razón (en la edición de 1997 hay una cita de esta obra
que ahora ha desaparecido), pero con la diferencia de que la dialéctica que nos
propone Carofiglio (precisamente porque no es una dialéctica puramente erística,
destinada a vencer de cualquier manera, a cualquier precio) incorpora ciertos
límites (importantes límites) de carácter moral: las reglas deontológicas son
también, en cierto modo, reglas argumentativas.
Catálogo de las
reglas para el interrogatorio
“El arte de la duda” presenta el siguiente catálogo (por
supuesto, abierto):
1. La primera
condición para interrogar bien es prepararse bien.
2. No proceda a efectuar un contrainterrogatorio si no existen perspectivas de obtener
un resultado útil, esto es, si no hay nada que ganar en términos probatorios.
3. El contrainterrogatorio procede si se puede obtener
alguno de estos resultados: limitar los efectos negativos del interrogatorio
directo; invalidar el testimonio atacando la fiabilidad del testigo; anular el
resultado del interrogatorio directo, la fiabilidad del relato.
4. Interrogue con un objetivo claro y preciso.
5. Interrogue
sobre la base de un buen conocimiento de la situación: del sujeto a interrogar,
de la impresión que ha causado en los jueces, etcétera.
6. Elija
la modalidad de interrogatorio a utilizar tras considerar el probable efecto
psicológico que pueda causar en los jueces.
7. Evite que
durante el contrainterrogatorio se generen las condiciones para un
enfrentamiento directo entre interrogado e interrogador.
8. Evite ante todo que el interrogatorio se desarrolle de
manera que pueda tener efectos negativos para la posición del interrogador.
9. Interrogue con cortesía. Sólo es lícito destruir la
imagen del interrogado si ha mentido, pero no si se trata de un testigo falso
involuntario.
10. En
todo caso, no trate nunca con
agresividad a un testigo desfavorable, a no ser que disponga de datos que le
permitan demostrar que está mintiendo o que su relato es erróneo.
11.
Extreme el cuidado en el caso de sujetos débiles, como niños o ancianos.
12. No haga comentarios sarcásticos. Va en contra del deber
de cortesía y no causarán buena impresión en los jueces.
13. Planifique la secuencia de las preguntas siguiendo el
esquema de una argumentación, de modo tal que cada pregunta constituya un paso
en el desarrollo progresivo de la argumentación completa.
14. No haga preguntas arriesgadas, esto es, preguntas que
podrían llevar a una respuesta gravemente
perjudicial para los intereses del interrogador.
15. No formule
nunca preguntas de importancia crucial cuya respuesta no conozca o no pueda
prever por pura lógica.
16. Si, con todo, se ve en la necesidad de hacer una
pregunta arriesgada, minimice sus posibles efectos adversos. Esto último se
puede lograr planificando bien la secuencia de las preguntas; planteando las
preguntas (sobre todo si se trata de interrogatorios a expertos) en tono neutro
y sin agresividad; o abandonando la línea de preguntas una vez advierta que una
de ellas ha sido contestada en forma contraria a sus intereses.
17. Cese de interrogar en el momento en que haya obtenido el
objetivo que perseguía.
18. Al diseñar
una estrategia para el contraexamen, tenga en cuenta la impresión que haya
causado el declarante en el interrogatorio previo. En particular, moldee la
sucesión de preguntas con miras a que el efecto de credibilidad que hayan
generado los indicadores positivos (apariencia relajada y extrovertida, actitud
espontánea, etcétera) se atenúen o, al contrario, el efecto causado por los
indicadores negativos (actitud reticente o arrogante, expresión farragosa,
etcétera) quede reforzada.
19. Trate de
que las preguntas tengan una estructura sintáctica simple y evite el uso de
muletillas, anacolutos, etcétera.
20. Tenga siempre bajo control al interrogado: esfuércese
para que el interrogatorio sea ágil y fluido y maneje con inteligencia las
pausas para que el ritmo sea el adecuado.
21. Utilice conscientemente la mirada para lograr que el
interrogatorio sea vivo y fluido y para mantener la atención de los jueces.
22. No olvide que todas las reglas anteriores pueden tener
excepciones. La eficacia de un interrogatorio depende esencialmente del contexto
que, por definición, es abierto.
Turno de la Lógica
Quizá el defecto
más grave de la (importantísima) obra de Perelman (y de la de otros precursores
de la teoría contemporánea de la argumentación jurídica: como Recaséns Siches,
Viehweg o Toulmin) haya consistido en contraponer de manera radical la lógica
(la lógica formal) a la teoría de la argumentación, la retórica, la tópica,
etcétera.
Estos plantearon así las cosas como si se tratara de una
disyunción, esto es, como si el jurista estuviera obligado a optar por un
método o por otro: lo cual, en mi opinión, constituye un lamentable error. Y un
error, por cierto, en el que no parece haber incurrido Aristóteles, preocupado
siempre por destacar el papel que tanto en la dialéctica como en la retórica
jugaban las dos grandes formas de argumentos lógicos: la deducción –el silogismo
o entimema– y la inducción. En realidad, en la argumentación jurídica (y en la
argumentación en general) existen varias perspectivas de las que no se puede
prescindir para analizar los argumentos, para evaluarlos y para argumentar de
manera adecuada. La más importante es probablemente la pragmática (a la que
pertenecen la retórica y la dialéctica), pero también hay que contar con la
dimensión material de los argumentos (esto es, con todo aquello que tiene que
ver con la verdad –o verosimilitud– de las premisas) y con la dimensión formal,
que es en lo que se centra la lógica. El conocimiento y el manejo de las formas
lógicas de los argumentos son de una extraordinaria importancia para interrogar
con eficacia, como el libro de Carofiglio se encarga de mostrar, si se quiere de
manera indirecta.
En efecto, en una de las anteriores reglas (la 13) se había
señalado que la secuencia de las preguntas debía hacerse siguiendo el esquema
de una argumentación. Pues bien, si uno se esforzara, a partir de los ejemplos
de contrainterrogatorios analizados por Carofiglio, por identificar esas
estructuras, con lo que se encontraría, en mi opinión, es siempre con un mismo
esquema lógico que, no por casualidad, es la reducción al absurdo. Al igual que
ocurre en los diálogos socráticos, el interrogatorio de un testigo está
dirigido a mostrar que algo de lo que este (el testigo o el interlocutor de
turno de Sócrates) afirma lleva a contradicción; de la misma manera que en el
debate dialéctico teorizado por Aristóteles, lo que tiene que hacer el que
pregunta es obligar al que contesta a incurrir en contradicción (o a hacerle
hablar sin sentido), en cuyo caso habrá salido vencedor del debate. En definitiva,
si se analiza el texto de un interrogatorio exitoso, se verá que tiene la forma
lógica de una reducción al absurdo (o, lo que resulta equivalente, de un modus
tollens). Veámoslo en la práctica.
Un Ejemplo
En el capítulo 3, titulado “Testigos falsos involuntarios”,
Carofiglio pone un ejemplo (utilizado también en una de sus novelas: Ragionevoli
dubbi, cap. I, de un abogado que contrainterroga a un testigo (y víctima) de un
robo; este último, en el interrogatorio directo, se había ratificado en la identificación
fotográfica, que había hecho en su declaración ante la policía, de una
determinada persona como cómplice de dicho delito.
El hábil abogado (Guido Guerrieri) va haciendo preguntas
para mostrar que, en realidad, al testigo (que estaba a notable distancia del
acusado en el momento de la comisión del robo) le sonaba la cara del acusado
(habían jugado juntos al fútbol, pero en equipos distintos, poco antes de
producirse el delito) y, por ello, de buena fe (no había sido consciente de esa
coincidencia en el momento del reconocimiento fotográfico), había incurrido en
el error de considerarle partícipe en el robo. Pues bien, el esquema lógico del
razonamiento vendría a ser el siguiente: ”Supongamos que la persona identificada
mediante la foto fue en efecto el que participó en el robo. Si esa persona era
conocida del testigo, entonces este lo habría declarado así ante la policía y
en el interrogatorio. Pero no lo hizo. Por lo tanto, esa persona (el acusado)
no era conocida del testigo. Ahora bien, el acusado sí que era conocido del
testigo: habían jugado juntos al fútbol, aunque en equipos diferentes. La
suposición con que empieza el argumento lleva a dos afirmaciones
contradictorias: el acusado era y no era conocido del testigo. Por lo tanto, no
es cierto que la persona identificada mediante la foto había sido cómplice del
delito”. O, puesto en la forma de un modus tollens: “Si la persona identificada
mediante la foto y acusada del delito fue quien participó en el robo, entonces
esa persona no era conocida del testigo. Pero la persona en cuestión sí que era
conocida del testigo. Por lo tanto, la persona en cuestión no fue la que
participó en el robo”.
Silogismo Judicial
Subsuntivo
Naturalmente, elaborar con éxito ese interrogatorio requiere
de una serie de habilidades, argumentativas y no estrictamente argumentativas
(agudamente analizadas por Carofiglio), que van mucho más allá de la capacidad
de identificar una reducción al absurdo o un modus tollens. Pero esto último
tiene su importancia. Cabría decir que esa forma lógica viene a ser algo así
como la “justificación interna” de la argumentación realizada por el
interrogador y que equivale, en cierto modo, a la “justificación interna” de la
decisión judicial, esto es, al famoso silogismo judicial o subsuntivo, en el que,
a partir de una premisa normativa (la norma aplicable al caso) y una premisa
fáctica (los hechos considerados probados) se concluye la obligación de
realizar una determinada acción (el fallo de la sentencia).
En el caso del interrogatorio, se necesitan fundamentalmente
dos premisas: una es un enunciado condicional que conecta una determinada
afirmación del testigo con ciertas consecuencias; y la otra, un enunciado
empírico que señala que esas consecuencias no se han producido; la conclusión
es que, entonces, la afirmación del testigo es falsa (o no es aceptable).
En la justificación judicial, el esfuerzo argumentativo (en los casos difíciles) se sitúa en
la “justificación externa”, o sea, en las razones que pueden aducirse para
interpretar una norma de determinada manera, para dar como probado un hecho,
etcétera. Pues bien, lo mismo pasa con la argumentación efectuada por el
interrogador, donde lo verdaderamente difícil es imaginar una consecuencia que
se derive de la afirmación del testigo y que pueda ser desmentida, e idear cómo
hacerlo, como desmentirla. La clave está, pues, en la “justificación externa”,
en cómo establecer las premisas. Pero para llegar ahí sigue siendo importante
la lógica, aunque no sea el único instrumento para ello; también cuentan –e incluso
más– una serie de factores, como el estudio pormenorizado de la situación.
El propio
Carofiglio pone de manifiesto que al abogado (a Guerrieri) no se le habría
ocurrido la idea clave que lleva al éxito del interrogatorio (el testigo se
confundió en el reconocimiento fotográfico) si previamente no hubiese
desarrollado una adecuada labor investigadora. Lo que quiero decir, en
definitiva, es que la preparación lógica constituye un ingrediente importante,
tanto en la motivación de las sentencias como en la argumentación que se
elabora en un interrogatorio. Un juez británico, autor de un libro influyente
dedicado (entre otras cosas) al contrainterrogatorio, da el siguiente consejo,
que podríamos agregar como una regla más al anterior catálogo. Esta es: “13. Base
sus preguntas en las líneas de un argumento, pero no siga el orden lógico del
argumento al plantear sus cuestiones si el hacerlo así supusiera que su
interrogatorio pierde eficacia” (HYAM, Michael. Advocacy Skills, 3ª ed.
Blackstone. Londres. 1995. p. 171).
Nuevo Procedimiento
Penal
En las dos últimas décadas, muchos países latinoamericanos han modificado sus
códigos de procedimiento penal para pasar (como ocurrió en Italia) de un
sistema inquisitivo a uno de tipo acusatorio. En el caso de España, el cambio
ha tenido lugar en el procedimiento civil, pero no en el penal. Eso supone
incrementar en gran medida los elementos de oralidad en el proceso y, en
particular, introducir la práctica del interrogatorio cruzado angloamericano.
Es posible que los adalides de este movimiento hayan exagerado las ventajas del
sistema acusatorio y no hayan calibrado bien las dificultades que supone
semejante trasvase cultural; lo que, en definitiva, implica un considerable
riesgo de fracaso, o sea, de que los cambios introducidos en el “Derecho de los
libros” no tengan una traducción en el “Derecho en acción”.
Michele Taruffo (Páginas sobre justicia civil, Marcial Pons,
Madrid,-Barcelona-Buenos Aires, 2009) ha hablado incluso (refiriéndose
básicamente al proceso civil; pero lo mismo –o algo muy parecido– parecería
valer para el penal) de los “mitos” de la oralidad. En su opinión, habría en
realidad dos mitos: un ”mito positivo” que lleva a ver en la oralidad una
especie de panacea que resolvería todas las dificultades en el funcionamiento de
la justicia; y un “mito negativo”, según el cual la escritura es mala en sí
misma, y de ahí que deba reducirse a un mínimo. Además, considera el
interrogatorio directo y cruzado de los testigos como “un mito en sí mismo”,
celebrado en miles de películas y series televisivas y que se apoya en la
autoridad de John Henry Wigmore (el gran procesalista estadounidense de la
primera mitad del siglo XX) y en su dictum de que se trata de “la más grandiosa
máquina jurídica inventada jamás para la búsqueda de la verdad” (p. 257).
En opinión de Taruffo, la práctica de ese sistema en Estados
Unidos de América, lleva a conclusiones bastante menos optimistas y existen
“unas cuantas dudas justificadas acerca de la eficiencia del interrogatorio
cruzado como mecanismo para obtener información fiable sobre los hechos
debatidos” (p. 258). No es difícil darse cuenta, por lo demás, de que se trata
de un sistema extraordinariamente costoso (de hecho, en Estados Unidos solo
parece aplicarse en un porcentaje mínimo de casos) y que, además, puede
producir una notable desigualdad de trato entre los que requieren de justicia:
Guido Guerrieri no cobra altos honorarios a sus clientes, pero ya sabemos que
se trata de un tipo ideal de abogado, de un abogado virtuoso.
Carofiglio era muy consciente de esas dificultades cuando
escribió su libro. En la primera edición había un capítulo final (casi suprimido
en la edición “literaria”) en el que se refería a ello. Muestra allí que la
diferencia entre el sistema inquisitivo y el acusatorio consiste esencialmente
en que, en este último, existen dos niveles, dos fases para desmentir la
hipótesis de la acusación: la de producción y la de valoración de los
conocimientos, de las pruebas; mientras que en el inquisitivo solo habría la
segunda. Por eso, en su opinión, el método “acusatorio-dialéctico” sólo resulta
preferible al inquisitivo cuando “existen diversos ángulos visuales, diversas
perspectivas en orden a la investigación y a la adquisición de la verdad
histórico-procesal” (p. 207). Cuando las cosas no son así (la defensa no tiene
ningún interés en desmentir las fuentes de conocimiento), ese método “por un
lado deja de ser epistemológicamente preferible y, por otro lado, sigue siendo
–esto no ofrece discusión– mucho más dispendioso en términos de hombres, medios
y tiempo” (p. 207).
Sea como fuere, parece más que probable que el movimiento
hacia el proceso acusatorio y hacia la oralidad (como, en general, la
“americanización” de nuestros sistemas jurídicos) sea imparable. Una
consecuencia de ello es que los juristas del mundo latino necesitan aprender
una serie de técnicas (en buena medida, técnicas argumentativas) que, hasta
ahora, no formaban parte de su tradición. Han surgido, por ello, en los últimos
tiempos, diversas obras de procesalistas latinoamericanos (buenas obras,
algunas de ellas) dedicadas a cubrir ese déficit centrándose, como es lógico, en
las peculiaridades de las nuevas leyes procesales (de cada uno de esos países).
“El arte de la duda” de Carofiglio constituye, en mi opinión, una especie de
“parte general” que puede resultar de extraordinaria utilidad para el jurista
que quiera aprender a litigar de manera competente en ese nuevo medio procesal.
Es también una obra de gran valor desde el punto de vista literario y que, sin
duda, ha de interesar (como ocurrió con su versión italiana) al lector culto
sin especiales intereses jurídicos. Uno y otro tienen además la fortuna de
poderla leer en un español elegante y preciso.
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