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lunes, 24 de noviembre de 2014

Las canillas de muerto, cuento de Antonio Goicochea

Texto de Antonio Goicochea Cruzado[1]
Imagen: Jorge Contreras EDUCARTE

            Al paso de transeúntes, todas las noches se abría una de las ventanas de una respetada casa de la calle Bolívar, entre las calles Cajamarca y Sucre; y, esta noche otra vez se abrió y quien esperando estaba esto es lo que vio.

            De la calle del cementerio, cuesta arriba, caminaban en dos columnas unas mujeres todas vestidas de negro en solemne procesión, rezando acompasadamente fúnebres, en un idioma no entendible.

            Se dirigían a la iglesia y cuando terminaban de pasar por la ventana en referencia, la última de las acompañantes, le dijo a la expectante:

            -Abre tus puertas, queremos dejarte unas velitas para tus oraciones.

            La beatita chismosa se estremeció de pavor. Quedó petrificada; y no pudiendo hablar tampoco contestó a tal
solicitud.

            Sin embargo, sin saber cómo, junto a ella apareció una de las procesionantes, la que le entregó dos velitas encendidas pero tan frías como el hielo, con este mensaje:
            -Es para que eleves preces al cielo. Consérvalas que mañana a esta hora vendremos para que nos las devuelvas.
            Al amanecer, sobre la mesita de noche, en vez de las velitas encontró dos huesos de canillas de muerto.
            Su primera reacción fue ir a la iglesia y pedirle confesión al cura. Se sentía sinceramente arrepentida.
            La penitencia que le dio el cura, se rumoreaba que fue extremadamente pesada; y el consejo fue que se busque una criatura de meses y espere el regreso de la tentación y en su presencia pellizque a la niña.
            Así lo hizo, la niña lloró yupacundo[2], a lo cual la tentación, cuyo rostro no alcanzaba a ver, con voz cavernosa a la beata le dijo: La inocencia de la criatura te ha salvado pero debes haber aprendido que otra vez no te pongas a juzgar los altos juicios del señor.
            Parece que la beatita se curó de tan mal hábito social, porque cuentan los trasnochadores y serenatistas que ya no volvieron a ver abierta la ventanita famosa.

Más allá de medianoche
y tras de las ventanitas
se pasaba todo el tiempo
chismea que te chismea.

Piadosa a todos los ojos
nadie pudo imaginar
que de día era beata,
y de noche era una gata.

Las almitas le dejaron
a esta mujer chismosa
dos encendidas velitas
que acompañaran sus rezos.

Del nuevo día a la aurora
sobre la mesa de noche
encontró que las velitas
eran dos huesos de muerto.

Con el susto recibido
y la receta del cura
la beata chismocilla
del chisme quedó curada n





[1]   En base a lo referido por la Sra. Carmen Pajares de De la Torre
[2] Triste, lastimero.

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