EN PRO DE UN SERVICIO DE JUSTICIA DE CALIDAD
“Las decisiones de los tribunales
internacionales tienen una decisiva influencia en el derecho interno y en la jurisprudencia
de sus tribunales. Ahora no es novedad que se citen con profusión las
sentencias de los indicados tribunales para justificar la solución de un
conflicto de intereses residenciado en el país.”
La situación
actual, en la cual el Poder Judicial debe tener un papel central, es muy
compleja, y presenta un panorama social muy crítico en relación con el
desempeño de los jueces. Este poder del Estado, en orden a su rol
constitucional, realiza políticas públicas en pro de un servicio de justicia de
calidad, sobre todo en los ámbitos de la celeridad, la probidad y la
transparencia de los procesos jurisdiccionales.
Es del caso,
empero, resaltar cuatro ámbitos de suma importancia que tienden a posicionar en
sus debidos términos al Poder Judicial. Destaco las cuatro: i) las relaciones
del derecho interno con el derecho internacional; ii) las relaciones del Poder
Judicial, y específicamente de la Corte Suprema de Justicia, con el Tribunal
Constitucional; iii) la ejecución de las reformas procesales penal y laboral;
y, iv) la seguridad ciudadana y la conflictividad social.
DERECHO INTERNO E INTERNACIONAL
Hoy en día es doctrina pacífica reconocer las mutuas
relaciones existentes entre el derecho interno y el derecho internacional, e
incluso –llegado el caso– admitir la primacía del segundo, más aún en una
época signada por la globalización y la internacionalización de los derechos humanos. Esta
influencia no se circunscribe a
espacios típicos del derecho internacional, del derecho
internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario;
también se proyecta, entre otras
disciplinas, al derecho mercantil, al derecho laboral y, por cierto, al derecho
penal.
Las decisiones de los tribunales internacionales tienen una
decisiva influencia en el derecho interno y en la jurisprudencia de sus
tribunales. Ahora no es novedad que se citen con profusión las sentencias de
los indicados tribunales para justificar la solución de un conflicto de
intereses residenciado en el país.
La propia Corte Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo,
ha venido insistiendo cada vez con mayor precisión en la necesidad de invocar y
seguir su jurisprudencia para justificar lo que se denomina “control de
convencionalidad”, al punto de que el propio derecho interno no sea óbice para
seguir sus dictados ni omitir las obligaciones de un Estado respecto de la
Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Cabe llamar la atención de la especial trascendencia que
adquiere en la actualidad el derecho internacional penal, sobre todo en materia
del principio de legalidad penal. A estos efectos cito la resolución del 16 de
febrero de 2011–que nos va a obligar a cambiar algún acuerdo plenario– dictada
por la Sala de Apelaciones del Tribunal Internacional para el Líbano, en orden
a los crímenes internacionales –estén configurados consuetudinaria o
estatutariamente–. Según su doctrina, para su persecución y sanción se
requiere, sin duda, una norma nacional que los recepte e incorpore la
correspondiente pena, pero, una vez cumplida esta mínima exigencia, y para los
efectos de la aplicación de sus disposiciones, debe estarse a la fecha de
vigencia de la norma internacional. Incluso, es lícito el desarrollo progresivo
de una norma interna preexistente a los dictados de la norma internacional, en
tanto esta tenga un nivel razonable de previsibilidad.
Es más, el nivel de ius cogens de las conductas delictivas
consideradas por el derecho internacional penal, apreciadas desde el derecho
internacional de derechos humanos, siempre que no se recepten en el derecho
interno, hacen que necesariamente alguna de sus consecuencias, en aras de
garantizar la adecuada sanción de las graves violaciones a los derechos
humanos, como ha sucedido en numerosos casos resueltos por la Corte
Interamericana de Derechos Humanos, se observen necesariamente en sede
nacional. Su incorporación en los fallos penales, por tanto, en modo alguno
vulnera el principio acusatorio: basta su mención –en tanto el título de
imputación ni siquiera es un elemento esencial del objeto procesal– y un debate,
aun cuando breve –o cuando exista posibilidad de él–, que cumpla con el
principio de contradicción, para que pueda constituirse válidamente en factor
indispensable de su admisión en la sentencia penal.
Las reformas
procesales
■ Uno de los retos más
complicados que afronta el Poder Judicial para modernizarse y cumplir con las exigencias
de eficiencia, eficacia y celeridad es la puesta en ejecución de la nueva
legislación procesal penal y laboral. Ambos ordenamientos tienen como eje
procedimental el principio de oralidad –cuya pauta central es el sistema de
audiencias– y como base estructural los principios de contradicción e igualdad
de armas.
■ Las dos reformas procesales
hoy en marcha en Perú han significado una reingeniería de la organización
judicial, nuevos paradigmas para impartir justicia y la configuración de
modelos de oficina judicial corporativa, así como aplicaciones tecnológicas de punta,
a la par de unas herramientas de gestión sustancialmente distintas a las
tradicionales. Por ello, y a la luz de la experiencia vivida, se puede afirmar fundadamente
que este nuevo modelo procesal presenta sensibles ventajas comparativas en
relación con el anterior. Se ha ganado en tiempos del proceso, transparencia y
eficacia.
■ Si bien el Poder Judicial
afronta algunos problemas vinculados con el mejor desarrollo del nuevo proceso,
que requiere un constante monitoreo y una intervención muy activa de la casación
para ganar en coherencia y uniformidad, además de una apuesta presupuestal decidida
–que siempre es el nudo gordiano de la justicia–, los resultados son
alentadores. Tal situación exige, a su vez, que los jueces deben continuar con
su esfuerzo decidido y capacitarse aún más para prestar un mejor servicio de
justicia.
■ Este convencimiento, por lo
demás, nos pone en guardia para evitar contrarreformas e involuciones que trastoquen
las bases de un sistema procesal claramente alineado con el programa procesal
de la Constitución.
JURISDICCIONES
Si se tienen como base parámetros constitucionales y
convencionales, la función de resolver
conflictos jurídicos corresponde, en principio, de manera exclusiva y
excluyente a la jurisdicción ordinaria. Si un ciudadano quiere proteger sus
derechos e intereses legítimos ha de recurrir al Poder Judicial, y solo
posterior y excepcionalmente –jamás contra resoluciones judiciales emanadas de
procedimiento regular, concepto que en rigor solamente debe implicar
"error por defecto de procedimiento", siempre que se vulneren derechos
procesales constitucionales– puede presentar sus casos a otras instituciones
con atribuciones jurisdiccionales.
Con ello no se desconoce la relevante función del Tribunal
Constitucional, o incluso la de los tribunales internacionales. Sin embargo,
debe quedar claro que el Tribunal Constitucional tiene competencias acotadas
que no puede rebasar.
Corresponde, por tanto, al Poder Judicial velar por sus
propios fueros, y a las demás entidades jurisdiccionales, fuera del denominado
"Poder Judicial-Organización", autolimitarse para evitar tensiones
innecesarias y una respuesta de inaplicación por el propio Poder Judicial, en
especial de la Corte Suprema de Justicia, órgano de cierre de la jurisdicción
ordinaria.
Lo expuesto en atención a la relación entre entidades con competencias
propias y, por ende, distintas y sin ninguna lógica de superioridad entre sí:
una, el Poder Judicial, con un alcance amplio y más general; y otra, el
Tribunal Constitucional, con una cobertura más específica, obliga
ineludiblemente a tender puentes para un trabajo cada vez mejor coordinado, que potencie las coincidencias, pero que
también pueda reaccionar frente a eventuales diferencias.
En este sentido van las coordinaciones que desde el Poder
Judicial se promueven con
el presidente del Tribunal Constitucional, las cuales habrán
de llegar a buen puerto por el bien de la ciudadanía y el fortalecimiento del
Estado constitucional en Perú.
“Si un ciudadano quiere proteger sus derechos
e intereses legítimos ha de recurrir al Poder Judicial, y solo posterior y
excepcionalmente, siempre que se vulneren derechos procesales constitucionales,
puede presentar sus casos a otras instituciones con atribuciones
jurisdiccionales”.
Derecho y
paz social
■ Insisto, finalmente, en el
término “reconciliación” y lo uno al Derecho como vía ineludible para alcanzar
la paz con justicia y promover un desarrollo social sostenible que supere
progresivamente lo que Pablo VI llamó: “el escándalo de las disparidades
hirientes”.
■ Los jueces, desde el Derecho,
han de desempeñar una función de pacificación sumamente compleja en materia de
conflictividad social. Su sapiencia y su alto espíritu de justicia, compatible con
el bien común y la ratificación de los valores del ordenamiento jurídico,
ayudará sin duda a reconciliar al Perú.
■ Hemos de tener clara la
virtud del diálogo, el respeto al disenso y el pleno ejercicio de la
tolerancia, pero también insisto en la necesidad de afirmar la primacía de la
legalidad, el respeto a los derechos de todos los ciudadanos, su modulación razonable
a partir de lo que se llama “regulaciones de tiempo, lugar y modo”, y la
vigencia del principio de autoridad en una sociedad democrática.
■ Derechos y deberes
ciudadanos no pueden contraponerse entre sí, pues de su justa complementación
depende la salud cívica y la fortaleza moral de una nación que requiere de
democracia, desarrollo, solidaridad y progreso social.
SEGURIDAD CIUDADANA
La seguridad ciudadana es un bien común esencial para el
desarrollo sostenible; signo y condición de inclusión social, de acceso justo a
otros bienes comunes, tales como la educación, la justicia, la salud y la
calidad del medioambiente. Por consiguiente, la seguridad ciudadana
ineludiblemente merece un concepto amplio y dinámico.
Naciones Unidas la entiende, con razón, como la situación
social en la que todas las personas pueden gozar libremente de sus derechos
fundamentales, en concreto, el derecho a la vida e integridad física, derecho a
la libertad, derecho a las garantías procesales y derecho al uso pacífico de
los bienes. Así las cosas, queda claro que no es posible identificar
delincuencia e inseguridad, ni sostener que el control de la delincuencia es
estrictamente policial.
Si estamos ante lo que hoy se llama “sociedades del riesgo” y
no "sociedades disciplinarias" –propia de siglos pasados–, entonces,
es imperativo admitir que a su vez no pueden asumirse, sin más, políticas
hiperrepresivas, que utilizan como única ratio un Derecho Penal exacerbado; ni
políticas incrementalistas, que abogan por una tasa de policías exagerada e
imposible de cumplir presupuestalmente [266 policías por cada 100,000
habitantes en las sociedades desarrolladas]. Cabe, por tanto, potenciar las
políticas sociales y comunitarias, así como estructurar adecuadamente todos los
canales del control social, cuyo rol fundamental recae tanto en la Consejo
Nacional de Seguridad Ciudadana (Conasec) como en la Comisión Nacional de
Política Criminal.
En este orden de ideas, el Poder Judicial tiene una función
institucional que cumplir, por lo que ha diseñado una agenda judicial de
seguridad ciudadana, que está en plena ejecución. En el campo propiamente
punitivo –sin perjuicio de varias actividades preventivas, de educación social,
que se están cumpliendo a través del programa “Justicia en tu comunidad” y de
las Escuelas de Interculturalidad– lo trascendental es la justa y oportuna
solución de los conflictos penales. Nos corresponde, en nuestra Función de
control normativo, o de vigencia de la legalidad –de carácter mixta–, actuar
tanto el ius puniendi contra el culpable como en restablecer el derecho a la
libertad del inocente. Las sanciones que han de imponerse al culpable, llegado
el caso, han
de ser oportunas y proporcionales.
En esa lógica se ha orientado la labor de la Presidencia del
Poder Judicial y de la Corte Suprema, dictando circulares y acuerdos plenarios
en ámbitos tales como los procesos simplificados, la prisión preventiva, la
determinación judicial de la pena, el concurso de delitos, la reincidencia y
habitualidad, y los beneficios penitenciarios.
Asimismo, se ha reconfigurado las competencias de la Sala
Penal Nacional para conocer delitos de transcendencia nacional y afinado la
coordinación interinstitucional con el Ministerio Público y la Contraloría
General de la República –sobre todo en materia de la gran corrupción. Además,
como ya se anunció, el Poder Judicial tiene un Proyecto de Ley de Seguridad
Ciudadana que muy próximamente se aprobará por la Sala Plena de la Corte
Suprema; en él, desde una perspectiva técnico jurídica y político criminal
democrática, se abordarán varios ejes reformistas, vinculados con el sistema de
sanciones penales, con la medición judicial de la pena, con la delincuencia
colectiva, con la regulación procesal penal de la confesión, con la prisión
sincera, con la investigación preparatoria, con el sistema de audiencias y la
simplificación procesal, así como un diseño más preciso en materia de beneficios
penitenciarios.
Reconozco la importancia capital de la seguridad ciudadana y
de la alta conflictividad social como la preocupación central de los peruanos,
y que el Gobierno está decidido a desarrollar acciones y programas específicos,
incluidas las normativas. El Poder Judicial no es ajeno a este interés público
y, por ello, al tener proyectos claros e ideas precisas que ofrecer, reclama su
intervención como una muestra palpable del principio constitucional de
cooperación entre los poderes públicos. Estoy seguro de que esta solicitud,
sincera y, a la vez, rigurosa por el nivel de sus planteamientos, será bien
valorada en pro de una sociedad más justa, democrática y reconciliada ◆
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