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lunes, 18 de marzo de 2013

El juez y las políticas públicas judiciales


EN PRO DE UN SERVICIO DE JUSTICIA DE CALIDAD

“Las decisiones de los tribunales internacionales tienen una decisiva influencia en el derecho interno y en la jurisprudencia de sus tribunales. Ahora no es novedad que se citen con profusión las sentencias de los indicados tribunales para justificar la solución de un conflicto de intereses residenciado en el país.”

La situación actual, en la cual el Poder Judicial debe tener un papel central, es muy compleja, y presenta un panorama social muy crítico en relación con el desempeño de los jueces. Este poder del Estado, en orden a su rol constitucional, realiza políticas públicas en pro de un servicio de justicia de calidad, sobre todo en los ámbitos de la celeridad, la probidad y la transparencia de los procesos jurisdiccionales.
Es del caso, empero, resaltar cuatro ámbitos de suma importancia que tienden a posicionar en sus debidos términos al Poder Judicial. Destaco las cuatro: i) las relaciones del derecho interno con el derecho internacional; ii) las relaciones del Poder Judicial, y específicamente de la Corte Suprema de Justicia, con el Tribunal Constitucional; iii) la ejecución de las reformas procesales penal y laboral; y, iv) la seguridad ciudadana y la conflictividad social.

DERECHO INTERNO E INTERNACIONAL
Hoy en día es doctrina pacífica reconocer las mutuas relaciones existentes entre el derecho interno y el derecho internacional, e incluso –llegado el caso– admitir la primacía del segundo, más aún en una época signada por la globalización y la internacionalización de los derechos humanos. Esta influencia no se circunscribe a
espacios típicos del derecho internacional, del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario; también  se proyecta, entre otras disciplinas, al derecho mercantil, al derecho laboral y, por cierto, al derecho penal.
Las decisiones de los tribunales internacionales tienen una decisiva influencia en el derecho interno y en la jurisprudencia de sus tribunales. Ahora no es novedad que se citen con profusión las sentencias de los indicados tribunales para justificar la solución de un conflicto de intereses residenciado en el país.
La propia Corte Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, ha venido insistiendo cada vez con mayor precisión en la necesidad de invocar y seguir su jurisprudencia para justificar lo que se denomina “control de convencionalidad”, al punto de que el propio derecho interno no sea óbice para seguir sus dictados ni omitir las obligaciones de un Estado respecto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.

Cabe llamar la atención de la especial trascendencia que adquiere en la actualidad el derecho internacional penal, sobre todo en materia del principio de legalidad penal. A estos efectos cito la resolución del 16 de febrero de 2011–que nos va a obligar a cambiar algún acuerdo plenario– dictada por la Sala de Apelaciones del Tribunal Internacional para el Líbano, en orden a los crímenes internacionales –estén configurados consuetudinaria o estatutariamente–. Según su doctrina, para su persecución y sanción se requiere, sin duda, una norma nacional que los recepte e incorpore la correspondiente pena, pero, una vez cumplida esta mínima exigencia, y para los efectos de la aplicación de sus disposiciones, debe estarse a la fecha de vigencia de la norma internacional. Incluso, es lícito el desarrollo progresivo de una norma interna preexistente a los dictados de la norma internacional, en tanto esta tenga un nivel razonable de previsibilidad.

Es más, el nivel de ius cogens de las conductas delictivas consideradas por el derecho internacional penal, apreciadas desde el derecho internacional de derechos humanos, siempre que no se recepten en el derecho interno, hacen que necesariamente alguna de sus consecuencias, en aras de garantizar la adecuada sanción de las graves violaciones a los derechos humanos, como ha sucedido en numerosos casos resueltos por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, se observen necesariamente en sede nacional. Su incorporación en los fallos penales, por tanto, en modo alguno vulnera el principio acusatorio: basta su mención –en tanto el título de imputación ni siquiera es un elemento esencial del objeto procesal– y un debate, aun cuando breve –o cuando exista posibilidad de él–, que cumpla con el principio de contradicción, para que pueda constituirse válidamente en factor indispensable de su admisión en la sentencia penal.

Las reformas procesales
Uno de los retos más complicados que afronta el Poder Judicial para modernizarse y cumplir con las exigencias de eficiencia, eficacia y celeridad es la puesta en ejecución de la nueva legislación procesal penal y laboral. Ambos ordenamientos tienen como eje procedimental el principio de oralidad –cuya pauta central es el sistema de audiencias– y como base estructural los principios de contradicción e igualdad de armas.
Las dos reformas procesales hoy en marcha en Perú han significado una reingeniería de la organización judicial, nuevos paradigmas para impartir justicia y la configuración de modelos de oficina judicial corporativa, así como aplicaciones tecnológicas de punta, a la par de unas herramientas de gestión sustancialmente distintas a las tradicionales. Por ello, y a la luz de la experiencia vivida, se puede afirmar fundadamente que este nuevo modelo procesal presenta sensibles ventajas comparativas en relación con el anterior. Se ha ganado en tiempos del proceso, transparencia y eficacia.
Si bien el Poder Judicial afronta algunos problemas vinculados con el mejor desarrollo del nuevo proceso, que requiere un constante monitoreo y una intervención muy activa de la casación para ganar en coherencia y uniformidad, además de una apuesta presupuestal decidida –que siempre es el nudo gordiano de la justicia–, los resultados son alentadores. Tal situación exige, a su vez, que los jueces deben continuar con su esfuerzo decidido y capacitarse aún más para prestar un mejor servicio de justicia.
Este convencimiento, por lo demás, nos pone en guardia para evitar contrarreformas e involuciones que trastoquen las bases de un sistema procesal claramente alineado con el programa procesal de la Constitución.

JURISDICCIONES
Si se tienen como base parámetros constitucionales y convencionales, la función de resolver  conflictos jurídicos corresponde, en principio, de manera exclusiva y excluyente a la jurisdicción ordinaria. Si un ciudadano quiere proteger sus derechos e intereses legítimos ha de recurrir al Poder Judicial, y solo posterior y excepcionalmente –jamás contra resoluciones judiciales emanadas de procedimiento regular, concepto que en rigor solamente debe implicar "error por defecto de procedimiento", siempre que se vulneren derechos procesales constitucionales– puede presentar sus casos a otras instituciones con atribuciones jurisdiccionales.
Con ello no se desconoce la relevante función del Tribunal Constitucional, o incluso la de los tribunales internacionales. Sin embargo, debe quedar claro que el Tribunal Constitucional tiene competencias acotadas que no puede rebasar.

Corresponde, por tanto, al Poder Judicial velar por sus propios fueros, y a las demás entidades jurisdiccionales, fuera del denominado "Poder Judicial-Organización", autolimitarse para evitar tensiones innecesarias y una respuesta de inaplicación por el propio Poder Judicial, en especial de la Corte Suprema de Justicia, órgano de cierre de la jurisdicción ordinaria.

Lo expuesto en atención a la relación entre entidades con competencias propias y, por ende, distintas y sin ninguna lógica de superioridad entre sí: una, el Poder Judicial, con un alcance amplio y más general; y otra, el Tribunal Constitucional, con una cobertura más específica, obliga ineludiblemente a tender puentes para un trabajo cada vez mejor coordinado, que  potencie las coincidencias, pero que también pueda reaccionar frente a eventuales diferencias.
En este sentido van las coordinaciones que desde el Poder Judicial se promueven con
el presidente del Tribunal Constitucional, las cuales habrán de llegar a buen puerto por el bien de la ciudadanía y el fortalecimiento del Estado constitucional en Perú.

“Si un ciudadano quiere proteger sus derechos e intereses legítimos ha de recurrir al Poder Judicial, y solo posterior y excepcionalmente, siempre que se vulneren derechos procesales constitucionales, puede presentar sus casos a otras instituciones con atribuciones jurisdiccionales”.

Derecho y paz social
Insisto, finalmente, en el término “reconciliación” y lo uno al Derecho como vía ineludible para alcanzar la paz con justicia y promover un desarrollo social sostenible que supere progresivamente lo que Pablo VI llamó: “el escándalo de las disparidades hirientes”.
Los jueces, desde el Derecho, han de desempeñar una función de pacificación sumamente compleja en materia de conflictividad social. Su sapiencia y su alto espíritu de justicia, compatible con el bien común y la ratificación de los valores del ordenamiento jurídico, ayudará sin duda a reconciliar al Perú.
Hemos de tener clara la virtud del diálogo, el respeto al disenso y el pleno ejercicio de la tolerancia, pero también insisto en la necesidad de afirmar la primacía de la legalidad, el respeto a los derechos de todos los ciudadanos, su modulación razonable a partir de lo que se llama “regulaciones de tiempo, lugar y modo”, y la vigencia del principio de autoridad en una sociedad democrática.
Derechos y deberes ciudadanos no pueden contraponerse entre sí, pues de su justa complementación depende la salud cívica y la fortaleza moral de una nación que requiere de democracia, desarrollo, solidaridad y progreso social.

SEGURIDAD CIUDADANA
La seguridad ciudadana es un bien común esencial para el desarrollo sostenible; signo y condición de inclusión social, de acceso justo a otros bienes comunes, tales como la educación, la justicia, la salud y la calidad del medioambiente. Por consiguiente, la seguridad ciudadana ineludiblemente merece un concepto amplio y dinámico.
Naciones Unidas la entiende, con razón, como la situación social en la que todas las personas pueden gozar libremente de sus derechos fundamentales, en concreto, el derecho a la vida e integridad física, derecho a la libertad, derecho a las garantías procesales y derecho al uso pacífico de los bienes. Así las cosas, queda claro que no es posible identificar delincuencia e inseguridad, ni sostener que el control de la delincuencia es estrictamente policial.

Si estamos ante lo que hoy se llama “sociedades del riesgo” y no "sociedades disciplinarias" –propia de siglos pasados–, entonces, es imperativo admitir que a su vez no pueden asumirse, sin más, políticas hiperrepresivas, que utilizan como única ratio un Derecho Penal exacerbado; ni políticas incrementalistas, que abogan por una tasa de policías exagerada e imposible de cumplir presupuestalmente [266 policías por cada 100,000 habitantes en las sociedades desarrolladas]. Cabe, por tanto, potenciar las políticas sociales y comunitarias, así como estructurar adecuadamente todos los canales del control social, cuyo rol fundamental recae tanto en la Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana (Conasec) como en la Comisión Nacional de
Política Criminal.
En este orden de ideas, el Poder Judicial tiene una función institucional que cumplir, por lo que ha diseñado una agenda judicial de seguridad ciudadana, que está en plena ejecución. En el campo propiamente punitivo –sin perjuicio de varias actividades preventivas, de educación social, que se están cumpliendo a través del programa “Justicia en tu comunidad” y de las Escuelas de Interculturalidad– lo trascendental es la justa y oportuna solución de los conflictos penales. Nos corresponde, en nuestra Función de control normativo, o de vigencia de la legalidad –de carácter mixta–, actuar tanto el ius puniendi contra el culpable como en restablecer el derecho a la libertad del inocente. Las sanciones que han de imponerse al culpable, llegado el caso, han
de ser oportunas y proporcionales.

En esa lógica se ha orientado la labor de la Presidencia del Poder Judicial y de la Corte Suprema, dictando circulares y acuerdos plenarios en ámbitos tales como los procesos simplificados, la prisión preventiva, la determinación judicial de la pena, el concurso de delitos, la reincidencia y habitualidad, y los beneficios penitenciarios.
Asimismo, se ha reconfigurado las competencias de la Sala Penal Nacional para conocer delitos de transcendencia nacional y afinado la coordinación interinstitucional con el Ministerio Público y la Contraloría General de la República –sobre todo en materia de la gran corrupción. Además, como ya se anunció, el Poder Judicial tiene un Proyecto de Ley de Seguridad Ciudadana que muy próximamente se aprobará por la Sala Plena de la Corte Suprema; en él, desde una perspectiva técnico jurídica y político criminal democrática, se abordarán varios ejes reformistas, vinculados con el sistema de sanciones penales, con la medición judicial de la pena, con la delincuencia colectiva, con la regulación procesal penal de la confesión, con la prisión sincera, con la investigación preparatoria, con el sistema de audiencias y la simplificación procesal, así como un diseño más preciso en materia de beneficios penitenciarios.

Reconozco la importancia capital de la seguridad ciudadana y de la alta conflictividad social como la preocupación central de los peruanos, y que el Gobierno está decidido a desarrollar acciones y programas específicos, incluidas las normativas. El Poder Judicial no es ajeno a este interés público y, por ello, al tener proyectos claros e ideas precisas que ofrecer, reclama su intervención como una muestra palpable del principio constitucional de cooperación entre los poderes públicos. Estoy seguro de que esta solicitud, sincera y, a la vez, rigurosa por el nivel de sus planteamientos, será bien valorada en pro de una sociedad más justa, democrática y reconciliada

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