Por Martín Santiago [1]
El siglo XXI nos ha recibido, con
el renovado auge de una antigua forma de esclavitud, la trata de personas.
Se estima que la trata afecta en la actualidad a 2.4 millones de personas,
la mayoría de ellas mujeres y con fines de explotación sexual [2].
Cuesta aceptar que, a pesar de los
avances normativos y de políticas públicas a favor de la igualdad entre hombres
y mujeres en el mundo hoy, puedan seguir existiendo violaciones a los derechos
humanos tan flagrantes, como las que viven las víctimas de este tipo de delito [3].
Quizás se explique como una
práctica antiquísima: la trata de personas, como mano de obra invisibilizada,
sin costos, muy rentable para los tratantes y siempre para cumplir con tareas
abusivas. Pero mirando más de cerca, encontramos tres elementos clave para su
persistencia: el primero es la demanda. Un “cliente” poco responsabilizado
socialmente por este fenómeno, y dispuesto a pagar por sexo.
No preocupan las condiciones en las
que las mujeres llegan a un prostíbulo, que ya constituyen un delito en sí
mismo: secuestro, engaño, amenazas o extorsiones, etc; ni la situación de
explotación en las que viven (encierro, horarios eternos, violencia). Tampoco
su edad. Los clientes van a buscar un “servicio”, solos o en grupo, usando un
poder que el mandato de una masculinidad hegemónica les otorga. Y todo esto,
amparados por una sociedad que ya ha naturalizado estas prácticas, asumiéndolas
como normales o aceptables.
El segundo elemento es la
rentabilidad del negocio. La trata de personas es el tercer delito más
lucrativo a nivel mundial, después del tráfico de armas y de drogas.
Moviliza anualmente, según cálculos de distintas agencias de Naciones Unidas,
alrededor de veintisiete mil millones de dólares [4].
Este dinero beneficia tanto a los explotadores que participan directamente en
el reclutamiento, traslado o acogimiento de las víctimas, como a aquellos
involucrados indirectamente, a través de recursos o de protección para el
funcionamiento de las redes.
El último elemento clave son las víctimas:
mujeres y niñas que aún soportan reiteradas violaciones en sus derechos,
entendidas como la situación de pobreza, la violencia, la falta de información,
de educación y de recursos en general, que las deja en condiciones de mayor
vulnerabilidad para ser captadas por las redes de explotación. A merced de
estas organizaciones, se profundiza aún más su triste situación y no alcanzan a
verse como sujetos de derechos. Quedan atrapadas en un ciclo vicioso que afecta
su integridad, su salud física y mental, su identidad, y que en muchos casos,
acaba con sus vidas.
Podemos cambiar el curso de esta
lamentable historia no siendo cómplices de la explotación sexual ni de la
trata. No colaborando más con nuestro silencio, temor o apatía. Reflexionemos
como sociedad, sobre la cultura del ‘pago por sexo’ y sobre sus consecuencias.
Denunciemos, investiguemos y persigamos, según nuestras responsabilidades y
competencias, a las redes de explotadores que se enriquecen a costa de la violación
sistemática de los derechos de mujeres y niñas. Todo lo que hagamos para que
cada mujer y cada niña, sin distinción, acceda efectivamente a sus derechos,
para fortalecer las instituciones que defiendan y promuevan los derechos
humanos, e impedir la exposición a la explotación sexual y a la trata, es tan
urgente como necesario.
Convertidas en víctimas sin voz ni
derechos, las esclavas del Siglo XXI, prueban que la inacción es cooperar con un
delito tan aberrante como vigente.
[1] Martín
Santiago Herrero es Representante Residente del PNUD Argentina y Coordinador de
la ONU en Argentina.
[3] Otra
versión de esta columna fue publicada en el Suplemento
Las 12 de Página 12 del 22 de Febrero del año 2013.
[4] Según
cálculos de la OIT, los ingresos provenientes de la trata de personas alcanzan
los 32 mil millones de dólares anuales, 85% de los cuales provienen del
comercio sexual.
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